A lo largo de las paredes laterales se extendían dos sólidas bibliotecas cubiertas por ese peculiar tinte que el tiempo deja en los muebles abandonados. Tal vez debiera haberlas llamado estanterías pues su función no era, y no debía haberlo sido nunca, la de almacenar libros. En vez de estos estaban colocadas, con un desorden que parecía provocado, las más extrañas máscaras. Conozco lo suficiente acerca de los rituales mágicos del Méjico supersticioso y creí reconocer algunas dedicadas a extraños ritos fálicos: murciélagos, cabras y otros animales se fundían para dar cuerpo a imaginarios seres con obscenos fines. Otras, en cambio, jamás las había visto y no creo, tampoco, que deba ni quiera volver a ver. Mientras observaba a estas últimas fue cuando me di cuenta: no era yo el único ser vivo en la casa y, desde luego, no había visto ni oído entrar a nadie después de haberlo hecho yo pues la puerta lo habría delatado. He dicho ser vivo y creo que ha sido, más bien, para tranquilizar mis